Un litigio
original
Entre
el segundo marqués de Santiago D. Dionisio Pérez Manrique y Villagrán y el
primer conde de Sierrabella D. Cristóbal Masía y Valenzuela había, por los
tiempos del virrey conde de la Monclova, una enemistad de mil demonios. El
título del primero databa desde Felipe IV, y el del segundo desde Carlos el
Hechizado; apenas treinta años de distancia entre la nobleza del uno y la del
otro.
La guerra era, digámoslo así, de casa a casa; asunto de
pergaminos más o menos amarillentos, y de un arminio, roel o dragante de más o
de menos en el escudo de armas.
A no ser los jefes de ambas casas hombres que ya peinaban canas,
de fijo que habría llegado la sangre al río. Por mucho menos ardió Troya.
Un día (que por más señas fue el 8 de septiembre de 1698) todo
lo que Lima encerraba de aristocrático estaba congregado en la iglesia de San
Agustín para oír el sermón panegírico que, con motivo de la fiesta de la
Natividad de la Virgen, debía pronunciar uno de los frailes pico de oro que
abundaban en ese convento, foco de hombres de gran saber y de portentosa
elocuencia.

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